Versos del 1 al 18
La mujer y el dragón. Este capítulo se encuentra saturado de detalles, que interpretados de manera carnal han dado lugar a interpretaciones inverosímiles basadas en mitos primitivos.
El mensaje fundamental se refiere a la Ekklesía, como Nuevo Pueblo de Yehovah Dios, quien da a luz, en medio de la hostilidad y persecución a muerte, a Yeshúa, el Mesías.
La palabra “señal” es un signo misterioso que exige una clarificación. Dos señales, de signo antagónico, la mujer y el dragón, aparecerán en permanente conflicto a lo largo de nuestro capítulo.
La mujer está adornada con un cúmulo de rasgos vistosos, que deben ser interpretados.
Su vestido de sol indica la predilección con que Yehovah Dios la envuelve (Génesis 3,21; Isaías 52, 1; 61, 1), un vestido hecho de celestial hermosura (1, 16).
Pisa la luna, a saber, supera las fases del tiempo (Salmo 88, 38) es perpetuamente joven y hermosa como la Amada del Cantar (6, 10).
Su corona de doce estrellas alude al premio (corona como galardón 2, 10; 3, 11), que significa poder compartir una condición gloriosa (“la estrella matutina” 2, 28).
Doce es el número de las tribus y de los apóstoles (21, 12-14).
Esta mujer representa a la Ekklesía en la feliz plenitud de su realización, anclada en la eternidad de Yehovah Dios, partícipe de la misma vida de Yehovah Dios, y como la coronación ideal del pueblo de Yehovah Dios.
Junto a esa imagen gloriosa de la mujer, aparece también, en continuidad visual, otro aspecto más terreno y doloroso.
La mujer es madre anunciada. “Grita”, es decir, se queja por el parto que se avecina y suplica a Yehovah Dios que la socorra.
Se debate entre los dolores del alumbramiento, pero éstos no son sino el preludio de la era mesiánica (Miqueas 4, 9-10; Gálatas 4, 27).
Ambas facetas, de gloria y sufrimiento, deben complementarse; las dos se refieren a la Ekklesia contemplada ya sea en su escatología realizada, ya en su devenir histórico.
Se presenta la otra señal: un gran dragón. Tiene color sanguinario, el rojo de la sangre (6, 4) y posee un poder inhumano, pero no absoluto, pues no tiene siete cuernos es la cifra del Cordero (5, 6) sino diez.
En un gesto inaudito, barre con su cola la tercera parte de las estrellas, también se puede ver que esta visión apocalíptica también se describió con Antíoco IV Epífanes cuando ambicionó una gloria divina (Daniel 8, 10).
El dragón posee, una manía obsesiva en ser como Yehovah Dios.
La otra ambición consiste en perseguir con saña a la mujer. Un enorme dragón se aposta frente a una mujer impedida para devorar al débil hijo en el momento de su nacimiento, presiente la muerte, allí donde va a nacer la vida.
A pesar del asedio y amenaza, la mujer consigue dar a luz a un hijo varón, cuyo oficio es “pastorear”.
Por su clara alusión al Salmo 2, que ha sido interpretado en clave mesiánica (Isaías 7, 14; Apocalipsis 2, 27; 19,15), este hijo varón se refiere a Yeshúa Ha Mashiaj.
Aquí se habla principalmente del nacimiento Pascual de Yeshúa, contemplado en su misterio de muerte y resurrección.
A través de la resurrección, Yeshúa escapó de las garras de muerte del dragón y fue llevado junto al trono de Yehovah Dios (Juan 12, 24; Hechos 2, 24).
En la imagen de la mujer está representada la Ekklesía, la que da a luz a Cristo (Efesios 4, 13; Gálatas 4, 19) y también María, su madre, quien lo da a luz en contexto de dolor.
El desierto es lugar de la ambivalencia: puede ser escenario de dura prueba y también servir de encuentro con Yehovah Dios en la soledad (Oseas 2).
Yehovah Dios protege a su Ekklesía a lo largo de su éxodo por el desierto; la alimenta con el maná (Éxodo 16) y con el nuevo maná, Yeshúa Ha Mashiaj.
La resurrección posee efectos fulminantes: el cielo, adquirido por Cristo, exige que sea liberado de espíritus rebeldes.
A través de reliquias de antiguas creencias (Daniel 10, 13. 21; 21, 1), el libro recuerda una gran contienda en los cielos.
El arcángel Miguel, cuyo nombre significa “¿Quién como Yehovah Dios?” o el “combatiente de Yehovah Dios”, y sus ángeles pelean contra el dragón y los suyos.
Se observa la derrota sin paliativos, para siempre, del gran dragón y sus secuaces.
Los evangelios también lo afirmarán (Lucas 10, 18; Juan 12, 31). El texto insistentemente reitera que el Diablo o Satanás, el instigador del mal en el mundo, ha sido arrojado del cielo y echado a la tierra.
La victoria es celebrada de inmediato y con toda solemnidad en el cielo, donde resuena una voz inmensa.
Se trata de la voz de los veinticuatro ancianos (4, 4) y los mártires que clamaban bajo el altar (6, 9) y la multitud de los sellados (7, 9).
Toda la asamblea del cielo se regocija. Se ha hecho realidad la victoria de Yehovah Dios y del Mashiaj; ha sido derrocado el “acusador permanente de nuestros hermanos”.
El Diablo es interpretado conforme a su escritura griega, a saber, “Satán” o el “Acusador” (Job 1, 9-11).
En lugar de ser acusados, la Ekklesía son ahora los vencedores. Como Cristo, su Señor (5, 9.11), y juntamente con Él, han vencido por medio de su sangre derramada y de su testimonio.
El dragón persigue sin tregua a la mujer por el desierto, pero su esfuerzo es vano.
Esta mujer que representa a la Ekklesía, es asistida por Yehovah Dios quien la lleva sobre alas de águila (proverbial, providencia: Éxodo 19, 4; Deuteronomio 32, 11), y es nutrida por el maná (1 Reyes 17, 4; 19, 5-7).
La persecución contra la mujer no cesa. Aparece una nueva trampa mortal, simbolizada esta vez en las aguas turbulentas (Salmo 18, 5; 32, 6; 124, 4); pero resulta inútil acabar con la Ekklesía.
Las aguas se pierden en la tierra, como torrentes engañosos.
Otra nueva decepción acrecienta la rabia del dragón. Ya le queda poco tiempo y arremete con saña; la persecución se tornará más severa contra los hijos de la mujer, es decir, contra la Ekklesía, quienes dan testimonio de Yeshúa.
La Ekklesía como novia santa debe vivir alerta y alentada, participando en el canto de victoria de sus hermanos ya triunfantes en el cielo (vs 10-13).