Versos del 1 al 11
En la familia griega, el niño pequeño era confiado a esclavos, que podían ser cultos y amables pero también incultos y crueles, convirtiendo así la tutoría de sus pupilos en una cárcel.
Cuando llegaba la fecha de la mayoría de edad, decidida por el padre, el hijo se emancipaba y adquiría todos los derechos como hijo y como heredero.
La Ley del pecado y de la muerte ejerció de “tutor” durante la minoría de edad del pueblo. Yehovah Dios señala una fecha en la historia y envía a su Hijo, el Heredero.
Y nosotros, unidos a Él, el singular se hace colectivo, nos hemos convertido también en hijos y herederos (Juan 1, 12; Romanos 8,17) “por voluntad de YEHOVAH Dios” (vs 7). La minoría de edad fue una esclavitud “a los poderes que dominan este mundo” (vs 3), dice Pablo.
¿Se refiere al culto idolátrico a criaturas tenidas por divinas, devoción que practicaban los gálatas antes de su conversión (Colosenses 2, 20)?
¿Les está insinuando a los judíos que también la práctica de la Ley de Moisés puede llegar a convertirse en idolatría?.
¿Está cuestionando también nuestras idolatrías esclavizadoras de hoy: el culto al dinero, al consumismo, entre otros, que tantas injusticias están causando en nuestra sociedad?.
De todo ello, afirma el Apóstol, hemos sido liberados “Yehovah Dios infundió en sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Yehovah Dios llamándolo: Abba, es decir, Padre” (vs 6).
Esta primera invocación filial lo contiene todo en germen: madurez tras la infancia, conocimiento tras la ignorancia, libertad tras la esclavitud, esperanza de una herencia trascendente.
Todos sin excepción han sido llamados a compartir esta herencia, pues el Espíritu no distingue sexos, ni edades, ni condición social.
En virtud de la fe, judíos y griegos (paganos) comparten una misma mesa (Hechos 10); esclavos y amos son hermanos (Filemón); hombres y mujeres hablan y profetizan (1 Corintios 11, 11-12; Filipenses 4, 2-3).
He aquí la liberación de todo orden que nos trae el Espíritu Santo, es decir, el Ruaj Hakodesh cuando se nos da en el bautismo, una liberación que debe ser proclamada y testimoniada por la Ekklesia como su única razón de ser y de estar en el mundo.
Versos del 12 al 20
Pablo y los gálatas. De repente, Pablo cambia de tono y se vuelve tierno, evocando los días felices del primer encuentro de amor con la comunidad.
Les recuerda cómo le acogieron, como a Cristo mismo (Mateo 10, 40) cuando enfermo, “les anuncié por primera vez la Buena Noticia” (vs 13).
Si ahora les dice verdades amargas es justamente por el cariño que les tiene, como pagando con amor una deuda de amor.
Por el contrario, los malintencionados que se han infiltrado en la comunidad quieren comprar a los gálatas, arrebatándoselos al Apóstol.
Él, en cambio, no los quiere para sí, sino para Cristo. Lamenta que, influidos por los intrusos, puedan volverse contra él los que le acogieron como a un ángel de Yehovah Dios; pero tiene esperanzas que esto no suceda.
Con una imagen fascinante, el Apóstol se ve a sí mismo como una madre que engendra: “Hijitos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto” (vs 19), que se comporta con ellos “como una madre que acaricia a sus criaturas” (1 Tesalonicenses 2, 7) y que atiende a su crecimiento y formación “hasta que Cristo sea formado en ustedes” (vs 19).
Este comportamiento maternal de Pablo con sus comunidades debería dar que pensar a tantos pastores y líderes de nuestra Iglesia de hoy, a caminar considerando a la comunidad que les ha sido dada para guiar espiritualmente como su familia en la fe, por la cual debe estar vigilante de corregir y animar cuando equivocan el camino.
Versos del 21 al 31
Agar y Sara. Parece que Pablo no quiere dejar tecla sin tocar para convencer a los gálatas de que es el Mashiaj quien nos trae la libertad.
Ahora recurre a la interpretación alegórica de la historia de Abraham (Génesis 16, 15; 21, 2), apurando oposiciones y relaciones.
A nosotros, los cristianos de hoy, nos puede dejar fríos semejante argumentación, pero no así a los primeros destinatarios de su carta quienes se tomaban muy en serio el mensaje alegórico de las Escrituras.
Pablo contrapone dos madres: una esclava, Agar; y otra libre, Sara; dos nacimientos: uno según las fuerzas humanas, Ismael; y otro según la promesa y el poder de Yehovah Dios, Isaac; y dos descendencias: una de esclavos y otra de libres.
Todo ello lo ve simbolizado en dos Alianzas: la de Abrahán y la del Sinaí, una para la libertad, la otra para la esclavitud. La Jerusalén “terrena” sería la ciudad de los esclavos.
La Jerusalén “celeste”, en cambio, es la de los libres, a la que Pablo llama “nuestra madre” (vs 26).
Los primeros lectores de Pablo no necesitaban, ciertamente, muchas explicaciones para captar el mensaje.
Por eso, el Apóstol, sin añadir más, termina su alegoría cantando con las Escrituras las maravillas que Yehovah Dios ha hecho con la estéril y abandonada que “tendrá más hijos que la casada” (vs 27).